viernes, 4 de julio de 2014

PADRES TÓXICOS, ¿TE CUESTA FELICITAR A TU PADRE?

Son muchas las personas que sufren tras haber vivido toda su infancia y juventud buscando a un padre del que no llegó a disfrutar porque le abandonó antes de su nacimiento.
Son muchas las personas que sufren porque su padre le maltrataba insultándole, pegándole, haciendole chantaje emocional, manipulándole para conseguir que hiciese lo que él deseaba.
Son muchas las personas que sufren por la frialdad de los gestos percibidos en sus padres, por esa contínua falta de atención que, en realidad es una señal de falta de amor, y se intenta camuflar bajo la excusa del trabajo, de la necesidad de traer dinero a casa para mantener la familia.

Los padres tóxicos, así llamados por la psicóloga estadounidense Susan Forward, existen, aunque nos pese; aunque nos parezca totalmente increíble y contranatura, hay padres egoistas, narcisistas, que sólo piensan en ellos mismos, que incluso envidian los logros de sus propios hijos e intentan ningunearles, rebajarles, humillarles minimizando sus éxitos, con tal de quedar ellos siempre por encima.

Hay padres que abusan psicológica y sexualmente de sus hijos e hijas, que los utilizan sólo para alcanzar sus fines.

Hay padres que machacan a sus hijos imponiéndoles un ritmo de estudio que ellos no desean o para el que no están preparados o capacitados. Anteponen la satisfacción de su necesidad de sentirse superiores a los demás a través de la proyección exitosa de sus hijos. Necesitan que el hijo o la hija triunfen para sentirse ellos ganadores. Tienen que ser números uno en la escuela, en el fútbol, en la universidad. Tienen que ser mejores que sus primos, que sus amigos, que sus compañeros de clase.


Hay padres que destrozan la vida a sus hijos y a los que, sin embargo, sus descendientes adoran. ¿Cómo es posible?
Es tanta la necesidad de amor que uno prefiere tener un mal padre a no tenerlo, es tanta la necesidad de aceptación y reconocimiento que uno vuelve al hogar una y otra vez, con 30, con 40, con 50 años con el anhelo de encontrar al fin a ese padre que nunca tuvo.


En la consulta, cuando trabajo, me encuentro ante personas incapaces de hablar mal de sus progenitores. Ante mis preguntas acerca del entorno familiar y de las relaciones existentes, las respuestas iniciales surgen rápidas, escuetas y contundentes: no hay ningún problema, todo bien. Pero, tras unas cuantas sesiones de terapia, el nivel de censura desciende, aumenta la confianza, el cliente se relaja y la verdad o su verdad comienza a aflorar. Las lágrimas no se hacen esperar, es duro extraer los recuerdos, las experiencias de dolor, la frustración ante la imposibilidad de concebir o comprender que un padre trate así a su hijo, incluso la rabia, es difícil exteriorizar la rabia contra una figura que se supone debe ser encarnada en una persona que te ama y cuyo principal objetivo en la vida es cuidar a sus descendientes.

Por supuesto, surgen también los sentimientos de culpa: ¿Cómo es posible hablar mal de tu padre a un extraño, sin sentirte mal?
Uno no se siente con el derecho a sentir odio hacia la figura paterna, prefiere dirigirlo contra sí mismo, apareciendo así las consecuencias de esta vuelta contra uno: depresión, crisis de angustia, obsesiones, autolesiones, ideas o  intentos de suicidio.


Es cierto, que los padres arrastran su propio dolor, sus historias de vida, seguramente nada fáciles. Podríamos asegurar antes de escuchar el relato de nuestro cliente que su padre fue un niño maltratado física o psicológicamente que vivió asustado, sumiso, obedeciendo con temor (no con respeto) todas las demandas paternas. Las historias se repiten. El ser humano aprende por modelado, hacemos lo que vemos, realizamos conductas, utilizamos expresiones que escuchamos por vez primera a nuestros padres. Es por ello, que aunque, a veces, como padres intentemos rebelarnos contra esa forma de comportarnos, aunque deseemos hacerlo mejor con nuestros hijos, de una forma más sana y constructiva de la que lo hicieron nuestros padres con nosotros, repitamos conductas inapropiadas, dañinas hacia esos niños que hemos traído al mundo con tanto amor.



Hoy, quizás no desees felicitar a tu padre, no te culpes por ello. Respeta tu necesidad de poner distancia física o emocional con tus progenitores. Quizás, un día puedas perdonarles, y desde el perdón y el amor establecer una nueva y distinta relación con ellos, en la que tú seas el que dirija, exprese y ponga por delante sus necesidades y sus deseos. Quizás, aunque los perdones, no sea sano volver a contactar con ellos, concédete permiso para esa ausencia de relación con aquellos que te trajeron al mundo y no supieron o pudieron estar a la altura de sus responsabilidades, de sus compromisos, de establecer esos lazos afectivos positivos contigo.

Si, por el contrario, estás orgulloso de tu padre, dale ese abrazo que se merece como reconocimiento a ese amor que, día tras día y salvando las circunstancias que nos limitan o nos plantean dificultades y obstáculos en el camino, te ha ido dando y enriqueciendo, ayudándote a crecer a lo largo de tu vida.

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